domingo, 20 de julio de 2008

Jean Paul Sartre

Sólo pueden hablar de él hoy, en la realidad de su muerte, unas letras grabadas en la lápida de su tumba: “Jean Paul Sartre 1905-1980”. Su epitafio abarca la memoria del tiempo que no olvida el paso de la historia. Se me hacía imposible, creo que por lo del mito, imaginármelo allí, adentro, en ese bloque de granito blanco, que es su tumba, al ingreso de la puerta principal del Cementerio de Montparnasse en París. Recuerdo que me quedé casi una hora frente a su tumba recordando los textos de su libro, “La náusea”, antes de ir en romería a las tumbas de César Vallejo y de Julio Cortázar, los otros dos inquilinos entre otros muchos de esa extrema morada de ilustres parisinos. En estos días se recuerdan los 25 años de la muerte de Sartre acaecida el 15 de abril de 1980 y sus biógrafos le han dedicado artículos de prensa para recordar la memoria del “escritor-artista” que abrazaba una ética del empeño fundada en la acción y en el hecho de poder justificar su propia existencia solamente en el hacer. “Nosotros somos nuestras acciones, son nuestras acciones las que nos justifican, nosotros condenados a ser libres y que tenemos miedo de la libertad”, decía Sartre.
Roma y Venecia eran los destinos favoritos de Sartre. En Roma pasaba tardes en la Piazza del Pantheon, se alojaba siempre en un hotel de esa bellísima plaza, en compañía de Simone de Beauvoir. Cuenta su amigo italiano, Olivier Todd , en una entrevista publicada por el diario, Il Sole 24 ore, que Sartre no era un buen orador y que desconfiaba de los escritores que saben hablar muy bien. Y que en compensación era divertentísimo. “Hacía reir hasta las lágrimas y tenía un gran sentido del humor”, comenta Todd, que agrega: “tenía una capacidad para hablar en privado, con un torrente de palabras artificiosas, era magnífico”. Del polifacético Sartre político, filósofo y escritor quedan, según Todd, “el Sartre escritor, que podía escribir hasta 14 horas seguidas, y sus golpes de genialidad”. Pero Sartre amaba la paradoja y se dice que una toma de posición de su frase más famosa: “estamos obligados a ser libres” fue rechazar en 1964 el Premio Nobel de Literatura.

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