domingo, 20 de julio de 2008

El Dios escondido

El Papa Juan Pablo II, vivo y muerto, ha recordado al hombre su condición humana: el hecho de ser persona y de ser sujeto y le ha dado dignidad, presentándole con su propia vida, el rostro de Cristo.
Su voluntad, su fe, y su tesón expresados en esos “gestos inusuales del Papa”, que comentan hoy los vaticanistas para hablar del Papa: “viajero”, “carismático”, “mediático”, “juvenil” y “amigo”, han sido la cara, las manos, y los diálogos de la Iglesia católica de los últimos 26 años.
Es por eso que Juan Pablo II, no fue un Papa doctrinario y fue sí un Papa existencial, que supo hilvanar las fibras humanas de su propio drama personal, con su vocación católica y con esa forma de ser suya, única, y autodeterminada de presentarse, como era él mismo, cuando encontraba a los niños, a los jóvenes, y a las culturas de diferentes países del mundo, con una gran empatía y una sonrisa siempre espontánea.
Fue hasta ahora el representante de Cristo en la Tierra que más sonrió y se acercó a la gente.
Juan Pablo II se valió de su propia antropología personal y de la antropología de los demás (porque él tuvo que haber estudiado al hombre y vivir las experiencias del hombre para entenderlo en su complejidad y en sus dramas existenciales), para presentar al hombre, que él mismo se atrevió a representar con su propia vida, en su condición humana más variada: feliz, reilón, comunicador, caminante, sufrido, histriónico, enfermo, anciano y muerto.
Y puso a este hombre moderno, complejo y confundido, al centro de su pontificado. Lo cual no es poca cosa en la época actual de la autosuficiencia, del individualismo, y de la soledad del hombre (del norte y del sur del mundo).
“Hay que entender al hombre en cuanto persona y sujeto, sólo así, la imagen del hombre será correcta y completa”, había dicho en 1995, Juan Pablo II, en unos escritos inéditos de antropología y filosofía tiulados, “¿Por qué el hombre?”.
El Papa demostró hasta el final de sus días que la voluntad y el alma cristiana, pueden contra las enfermedades, las desgracias, y las tragedias personales, contra los miedos, el dolor, y la agonía, que precede a la muerte. Y una vez más él, Juan Pablo II, en esa última aparición pública en Plaza San Pedro, (el 30 de marzo de 2005), se presenta enfermo, adolorido, se toca la frente, trata de hablar sin voz, y antes de bendecir a los fieles, da un puño a su mesa de apoyo, y se va, sabiendo seguramente dentro de sí, que se estaba muriendo, y que la televisión y la prensa del mundo habrían de mostrar su terca fe.
Y lo que sucede en los días siguientes es la representación de la realidad, que ven los medios, con las televisiones y los diarios, que publican imágenes y fotos de la vida del Papa, imágenes, que después de unos días se convertirían en transmisiones ininterrumpidas y flash desde el Vaticano de los funerales del Papa muerto.
Las noches del velorio, la gente no sabe explicar, exactamente, por qué está en la Plaza San Pedro y por qué se queda de pie, sin descanso, durante 11 y hasta 18 horas para ver por unos cuantos segundos el cadáver del Papa. Todos (y yo también estoy parado entre ellos) avanzamos en una procesión muda y sorda que busca sus propias palabras y sus propias respuestas en el recuerdo del pasado, mientras que, “el punto de referencia de los jóvenes”, a los que decía en los encuentros mundiales de la juventud, “el Papa está con todos los jóvenes y con el último que está al fondo de la plaza y que solamente escucha mi voz. Yo estoy con ustedes”, aparece, en un cuerpo inerme, que una vez fue el cuerpo del hombre más visto y más tocado del mundo.
Y no me lo creo, cuando el viernes 8 de abril (del 2005), el día del funeral, veo, en medio de la multitud, mientras su ataúd atraviesa, por última vez, la puerta de la Basilica de San Pedro, llevándose su cuerpo mortal, el llanto, los aplausos de la gente, que allí en medio de miles y miles de personas, entre el desarrollo, las tecnologías de la televisión y rodeado de los hombres más poderosos de la tierra, se daba cuenta que estaba humanamente solo, y que el Dios del que había hablado Juan Pablo II, en estos últimos 26 años, era un Dios escondido, que solo una existencia humana, con una moral, y una fe, como la suya, podía descubrir en su propia vida y en la esperanza de la resurrección.

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